La muerte de Luca Prodan en diciembre de 1987 precipitó el final de Sumo, y la dispersión de sus huestes. Buena parte de ellas encontraron refugio en Los Redondos. No eran lo mismo, pero alguna que otra colaboración de unos con otros (Luca en una versión en vivo de Criminal mambo, de los Redondos, y Sumo grabando un tema del Indio Solari, Mejor no hablar de ciertas cosas) certificaba la simpatía entre ambos. Además, Luca, con su singular gracia, ya había arremetido contra Gustavo Cerati, líder de Soda Stéreo, la banda que hacía caso omiso a los supuestos cánones de las bandas de rock, que decían que el rock, para ser tal, debía mantener una actitud independiente y no transar con el sistema. Pero Luca era único, un insólito caso de inmigrante impune: mientras cualquier debía pagar derecho de piso, él decía a piacere, sin entrar en especulación alguna; con la misma despampanante gracia con que se tomaba en gracia, no tomaba en serio nada en un país que se tomaba demasiado en serio. (“La mayoría de los músicos argentinos son unos pajeros. Yo no los invitaría a comer a mi casa. (…) Gustavo Cerati es un chetito, con toda la guita de papi”). A Luca le gustaba la polvareda que levantaba en un país que creía leche hervida. De hecho con Soda interpretaron un tema de The Police y compartieron más de una noche en el Café Einstein, una idea de Omar Chabán.
Lo que sí unía a Luca con Solari era la fantasía de un lunfardo exquisito, extraordinario, genial, genuino. Un lunfardo que ni la música ni la poética argentina conocían desde la época gloriosa del tango. Y de eso habían pasado, al menos, más de 30 años. Un lunfardo que para ser tal debe ser político, como los presos, sino es una finta sin golpe sorpresa, un caño en la mitad de la cancha: para la tribuna; ergo: el aplauso fácil. Y en eso Solari se destacó como pocos. “Negro, estás es mucho más lindo/ después de la clandestinidad/ Los ojitos tristes te sientan/ y un buen par de tarros te vas a comprar. (…) Desde que fumás malvaloca/ ni te acordás que fuiste un chabón/ al que mandó una pupila/ acomodada en un celular.” (Rock de las abejas, inédito). “Me vine a ver un recital de rocanrol del país/ y miren toda la cacona que juntaron aquí/ será que pueden calentarnos el pavito nomás/ para gastarlo! (…)Tuve temprano entre mis manos mi boleto y oí/ que en el ensayo ya chingaban nuestra onda y pensé con la lechuza que circula ya no se puede más/ para gastarla!” (Mariposa Pontiac). “Quiero verte oler como el ratón/ el peligro del gato matón/ que ha cambiado la sirena/ y compró matraca nueva de ocasión.” (Rock para el Negro Atila). Apenas botones de muestra de una letrística genial heredera de los grandes autores del rock argentino, pero mucho más del tango.
Porque esa era otra gran diferencia de Los Redondos en los auspiciosos 80s hasta el Felices Pascuas de Alfonsín. Mientras Soda en breve merecería la acusación ricotera de andar trepando radares militares (Vamos las bandas), Luca se divertía tanto como luchaba contra sus adicciones, Federico Mouras le ponía al rock argentino un glamour a lo Bowie (casi una herejía para su pacatería), Charly clamaba a bailar, vamo’ a bailar y el Flaco Spinetta no encontraba su lugar en ese mundo, Los Redondos levantaban estandartes de lucha para una batalla que nadie parecía querer dar. Profetas de un tiempo por venir que, más que nadie asegurar como posible, no lo quería ni en su peor pesadilla. 1987 marca el final simbólico del alfonsinismo, y el final de la era dorada del rock. La muerte de Luca lo decreta. Luca es un caso para otras crónicas: nada tan extraño como un italiano que en busca de su heroína perdida recala en Londres, de la que fuga por agonía para ser abrazado por un país que le da la posibilidad de hacer una música tan pero tan original, que no se conoce par en el Occidente rockero de entonces. El país que había hecho posible ese sueño tan extraño, moría con su muerte. Acaso Sumo fuera eso: la metáfora insuperable de la primavera alfonsinista; insostenible desde cualquier lógica, sobrevivió y se convirtió en mito precisamente por su bella irrealidad, secreto de su irresistible seducción: Alfonsín y su retórica del sueño (se come, se educa, se vive) y su práctica para llevarlo a cabo (el Juicio a los comandantes de las Juntas Militares) iban a contramano del mundo: hastiado, dividido, aburguesado, cínico. Argentina resultaba un país increíble. Nadie parecía conciente de ello.
Desde ese 1987, cual tangueros que lloran el pasado, esa sensación tan extraña que había hecho posible el sueño despertó una nostalgia prematura para una generación, que en partes más o menos iguales se entregaría a la algarabía impúdica y a la resistencia pírrica de un recital de rock, más allá del grado de sofisticación que le quisieran dar al asunto desde arriba del escenario no por casualidad llamaban comunión.
Lo que sí unía a Luca con Solari era la fantasía de un lunfardo exquisito, extraordinario, genial, genuino. Un lunfardo que ni la música ni la poética argentina conocían desde la época gloriosa del tango. Y de eso habían pasado, al menos, más de 30 años. Un lunfardo que para ser tal debe ser político, como los presos, sino es una finta sin golpe sorpresa, un caño en la mitad de la cancha: para la tribuna; ergo: el aplauso fácil. Y en eso Solari se destacó como pocos. “Negro, estás es mucho más lindo/ después de la clandestinidad/ Los ojitos tristes te sientan/ y un buen par de tarros te vas a comprar. (…) Desde que fumás malvaloca/ ni te acordás que fuiste un chabón/ al que mandó una pupila/ acomodada en un celular.” (Rock de las abejas, inédito). “Me vine a ver un recital de rocanrol del país/ y miren toda la cacona que juntaron aquí/ será que pueden calentarnos el pavito nomás/ para gastarlo! (…)Tuve temprano entre mis manos mi boleto y oí/ que en el ensayo ya chingaban nuestra onda y pensé con la lechuza que circula ya no se puede más/ para gastarla!” (Mariposa Pontiac). “Quiero verte oler como el ratón/ el peligro del gato matón/ que ha cambiado la sirena/ y compró matraca nueva de ocasión.” (Rock para el Negro Atila). Apenas botones de muestra de una letrística genial heredera de los grandes autores del rock argentino, pero mucho más del tango.
Porque esa era otra gran diferencia de Los Redondos en los auspiciosos 80s hasta el Felices Pascuas de Alfonsín. Mientras Soda en breve merecería la acusación ricotera de andar trepando radares militares (Vamos las bandas), Luca se divertía tanto como luchaba contra sus adicciones, Federico Mouras le ponía al rock argentino un glamour a lo Bowie (casi una herejía para su pacatería), Charly clamaba a bailar, vamo’ a bailar y el Flaco Spinetta no encontraba su lugar en ese mundo, Los Redondos levantaban estandartes de lucha para una batalla que nadie parecía querer dar. Profetas de un tiempo por venir que, más que nadie asegurar como posible, no lo quería ni en su peor pesadilla. 1987 marca el final simbólico del alfonsinismo, y el final de la era dorada del rock. La muerte de Luca lo decreta. Luca es un caso para otras crónicas: nada tan extraño como un italiano que en busca de su heroína perdida recala en Londres, de la que fuga por agonía para ser abrazado por un país que le da la posibilidad de hacer una música tan pero tan original, que no se conoce par en el Occidente rockero de entonces. El país que había hecho posible ese sueño tan extraño, moría con su muerte. Acaso Sumo fuera eso: la metáfora insuperable de la primavera alfonsinista; insostenible desde cualquier lógica, sobrevivió y se convirtió en mito precisamente por su bella irrealidad, secreto de su irresistible seducción: Alfonsín y su retórica del sueño (se come, se educa, se vive) y su práctica para llevarlo a cabo (el Juicio a los comandantes de las Juntas Militares) iban a contramano del mundo: hastiado, dividido, aburguesado, cínico. Argentina resultaba un país increíble. Nadie parecía conciente de ello.
Desde ese 1987, cual tangueros que lloran el pasado, esa sensación tan extraña que había hecho posible el sueño despertó una nostalgia prematura para una generación, que en partes más o menos iguales se entregaría a la algarabía impúdica y a la resistencia pírrica de un recital de rock, más allá del grado de sofisticación que le quisieran dar al asunto desde arriba del escenario no por casualidad llamaban comunión.
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